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Santiago Font. Artefactos
Bacante- 28x7x8 cm. La Bouteille ivre- 68x26x26 cm. Hombre de Palo- 50x20x18 cm. Silla de Sevilla- 33x17x15 cm. Fatigas- 47x22x19 cm.
Pacífico- 35x35x17 cm. Libres- en el fondo 39x94x9 cm. Olímpicos- 15x50x15 cm-B Ostinatto- 47x54x59 cm.
callejon del gato Planeta Tierra- 33x22x20 cm. Relatividad- 37x24x24 cm.

 

Del 22 de Septiembre al 31 de diciembre de 2012

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Maquinaciones poéticas de Santiago Font
Gonzalo Abril
Catedrático de Semiótica de la Universidad Complutense

Frecuentemente se habla de los artistas visuales como usuarios de máquinas, incluso como una clase especialmente noble de ingenieros: ya se trate de espejos, cámaras oscuras, dispositivos fotográficos y más recientemente digitales, las artes visuales han sido desde el Renacimiento campo de aplicación de artefactos ópticos y de otras maquinaciones de la visión, de la tecnología que trata de ampliar la extensión y la intensión de las funciones visuales naturales. Menos atención suele prestarse al uso que siempre han hecho los artistas de instrumentos motrices o sustentadores, meramente mecánicos: andamios, contenedores, poleas, grúas, motores…, sin duda porque nuestra apreciación implícita de la nobleza de las máquinas y las actividades sigue regida por una escala simbólica que las ordena jerárquicamente desde lo más “bajo”, el llamado trabajo manual, hasta lo más “alto”, la praxis intelectual.
En la interpretación del trabajo artístico, la función de lo mecánico, lo maquínico, se restringe por lo general al momento puramente instrumental, no al contexto de la invención ni al del resultado. En otra palabras, lo habitual es entender la obra de arte como producto de la acción de máquinas, ópticas o de otro tipo, y no como máquina en sí misma. Y sin embargo, toda obra de arte es también una máquina. Por supuesto una máquina semiótica en la medida en que efectúa transformaciones de las representaciones, de los modos de simbolizar, del sentido del espacio y del tiempo… Pero también máquina en una acepción más general, como dispositivo que procesa energías psicofísicas, por efecto de cuya intervención se transforman estados de la materia, y sobre todo por la que las configuraciones históricas del pensamiento y del lenguaje, las formae mentis, adquieren el nuevo estatuto ontológico de acontecimientos, procesos sensibles, objetos tangibles.
Estas observaciones podrían quizá aspirar a una validez general, común a cualquier objeto o proceso de los que se denominan “obra de arte”, pero se suele pensar que el arte moderno ha privilegiado el carácter maquinal, mecánico o maquinador de la obra. Quizá por el modo enfático en que la modernidad ha señalado la desnudez y la autonomía estética de la máquina, la metafísica de la máquina más allá de los usos, funciones y prestaciones prácticas (pienso, claro está, en las máquinas célibes de Duchamp, y en todo el profuso imaginario maquínico del futurismo, el constructivismo y el surrealismo), una idealización que sólo se hizo factible en el contexto cultural de la revolución industrial y de la “organización científica del trabajo”, cuyas lógicas marcaron definitivamente las poéticas y las contradicciones morales de la vanguardia. Puede que también sea el contexto de la obsolescencia industrial, potenciado por las nostalgias del legado romántico, el que haya posibilitado los estados sublimados de la máquina, precisamente cuando ha dejado de ser operativa, redimida ahora desde dentro por el simbolismo poético, como habría ironizado Walter Benjamin, es decir, por la idealización del desinterés y la inutilidad, entendidos como quintaesencia del valor artístico.
La infección romántica de esa vieja nostalgia maquínica nos aqueja, por ejemplo, como admiradores de la arqueología industrial, de las ruinas extasiadas de un mundo de eficacia y utilitarismo que tuvo en la máquina-herramienta su fetiche (cómo no recordar a este respecto la ironía poética de Chaplin en Tiempos Modernos). En el ambivalente desprecio admirativo de esa religión instrumental nos consagramos hoy como antimodernos esquizoides, pues a la vez es difícil encontrar en la historia, como no sea en la imaginación científica del barroco, una cultura más enamorada de la máquina (al menos, entre nosotros, de la vergonzante máquina electrónica) que la cultura popular de nuestros días.
En las obras de Santiago Font pueden leerse algunas de esas herencias, efectos y afectos, incluida la ironía respecto al culto maquínico. Puede leerse también la afición al ready made, a la trouvaille, al objeto reciclado que encuentra su resurección simbólica en un medio imprevisto: como el pequeño motor de un electrodoméstico que anima el paso de un muñeco antropomorfo o zoomorfo.
Pero sobre todo puede percibirse el gusto por el mecano, por el juguete –se ha dicho más de una vez, por cierto, que la vanguardia incorporó el mundo infantil al espacio del arte-, una imaginación constructiva que, bordeando las modas, pero también los prestigios e imposturas del vanguardismo o del antivanguardismo, se consagra a obtener encantadores objetos movedizos, máquinas poéticas que invitan a algunas de las transubstanciaciones laicas a que me he referido: la regularidad del giro mecánico se torna pulso o ritmo; la recurrencia del movimiento se vuelve ritornello, estribillo a veces alterado por lo aleatorio; la ineluctabilidad de un paso sin avance, metáfora de la soledad o de la falta de sustancia que aqueja al paseante urbano… En casi todos los casos, la obra se anima para mostrarse como una entidad intermedia entre el el objeto y el sujeto, entre lo “mecánico” y lo “vivo”, pero justo en la dirección inversa a la que cifraba, según Bergson, el sentido de lo risible. Sorprendentemente, nada de esto contradice el ejercicio a veces virtuoso de la pintura ni la evocación de la representación clásica.
Pero más allá del control de las variables mecánicas, pictóricas y escenográficas, los objetos móviles de Font hablan frecuentemente de las ingerencias del azar y de la respiración más honda de la vida entre el estruendo menudo de sus pequeños motores.

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